Desconozco si la intención de Cristóbal Soler era la de programar un concierto temático entorno a la muerte, pero no cabe duda de que el hilo conductor de las tres obras escuchadas era ella misma. Ya sea al pulular entre lo grotesco y el lirismo más sensible de la Rapsodia sobre un tema de Paganini, op. 43, de Rachmaninov, en la siniestra oscuridad de la Danza macabra, S. 126, de Liszt, o en la serenidad con la que Prokofiev canta “sobre el campo de la muerte” en la penúltima escena de la cantata Alexander Nevsky, op. 78, (no 68 como consta por error en el programa de mano). También desconozco si Carles Marín tuvo algo que ver en la elección los títulos pianísticos, pero no debe ser causal, ya que no hace mucho declaraba su fascinación por las transcripciones y paráfrasis. Bastante de ello hay en las páginas del ruso y del húngaro, con el citado violinista, revisitado por ambos, y el Dies irae de por medio.
Marín es uno de los mejores pianistas valencianos del momento. Luce galardones importantes y una intensa carrera internacional en todas sus variantes. Además, está previsto que el próximo marzo presente su disco Fire Music for Solo Piano (KPMusic) como resultado de un proyecto presentado el año pasado en la Fundación Juan March. En este concierto el pianista hizo gala de versatilidad y conocimiento de las diferencias entre ambos compositores. No sonó de la misma manera el pianismo de Rachmaninov, más pegado a la orquesta, que el de Listz, de brillante virtuosismo individual. Pasó con naturalidad por los estados anímicos que el ruso presenta en sus veinticuatro variaciones y se entendió bien con Soler, un viejo conocido. Juntos lograron una hermosa decimoctava variación cantada sin cargar las tintas en lo melodramático.
Cristóbal Soler consiguió una sonoridad profunda al disponer a los contrabajos detrás de los violines primeros, frente a ellos a los segundos y en el interior a violonchelos y violas, de izquierda a derecha. Logró redondear el timbre de un conjunto al que se le vieron las entretelas en demasiadas ocasiones: poco empaste y continuidad en los metales de la última fila (décima variación de la Rapsodia), disparidad en los sonidos de los trombones y una tuba demasiado presente desde el mismo inicio del concierto. Hubiera estado bien un puntito más de definición y empaste entre chelos, violas y fagot al enunciar la primera variación de Totentanz. En la segunda parte la trompeta tuvo poca fortuna. En el “enérgico” de “La batalla en el hielo” se echó de menos una intencionalidad más hiriente por parte de algunas secciones de la cuerda dentro del implacable impulso motriz del tempo impuesto por la batuta. En la ajustada corrección de la Coral Catedralicia, Soler tuvo que procurar más la contención que el fervor heroico. La mezzosoprano georgiana Ketevan Kemoklidze, quien cantó este mismo papel hace tres quincenas musicales en San Sebastián, dirigida por Yuri Temirkanov, mostró un sonido oscuro y ancho, y un exquisito fraseo. Solo al final de su intervención el director abandonó su característica economía de gestos para casi abrazar a la cuerda pidiendo su calor. El mismo que demanda Prokofiev. Así lo dijo Mstislav Rostropovich y la Orquesta del Estado Ruso en el incendiario Romeo y Julieta de 2002 en el Teatro Principal. En él la parca también es protagonista.
Pie de foto: Carles Marin y la orquesta de Valencia